lunes, 10 de agosto de 2009

VIDA Y MUERTE DE UN CERRO

Esta es la historia del “Cerro de la Cruz” que el viento de la fantasía recogió de su penacho siempre verde y la trajo a mis oídos con el último suspiro del viejo centinela de mi pueblo. “El Cerro de la Cruz” yace insepulto a lo largo del río. El progreso humano requiere sacrificios, aun del propio hombre y un pobre cerro no podía escapar a la ley inexorable. Aplaudan los progresistas, clamen los conservadores o lloren los sentimentales, el Cerro de la Cruz ha muerto llevándose un pedazo de corazón de Tuxpan.-“Juan de la Esquina”.

No sabría decir cuántos años tengo, porque los cerros no contamos el tiempo por años; cuando mucho nos referimos a terremotos, ciclones o cometas. A fin de cuentas no nos importa gran cosa el tiempo. Tampoco se, a ciencia cierta a qué debo mi nombre, pero me gusta, es bastante piadoso.

Son muchas las cosas que podría contar, en cambio, si alguien pudiera y quisiera oírme; pero sólo soy un cerro y los hombres ignoran que en nosotros también hay algo de vida, diferente a la suya, pero vida al fin y al cabo. Dormimos, despertamos, nos entregamos a nuestras ocupaciones, nos divertimos un poco y volvemos al reposo, con la diferencia de que todo lo hacemos sin sobresaltos, sin prisas ni temores.

Con qué gusto me despertaba por las mañanas el agudo silbido de La Magnolia o la Teresita, a su arribo de madrugada al asomar las narices por La Punta. A los resoplidos de los remolcadores arrastrando penosamente los cuadrados plataneros o a los peritos del Buzo y del Manchado, anunciando las maniobras de la cuadrilla. Después, mientras la brisa peinaba mi mechón verde, me miraba en el río, mi gran amigo, siempre quieto y respetuoso.

Como me preocupaba porque madurasen pronto las guayabas y las “manzanitas” de mi follaje, Quería ofrecerlas a la chiquillería que en los días de “pelucas” venía hasta mí para perseguir a las chuparrosas y a los tordos, a contemplar los horizontes, o simplemente a espiar la hora de salida de la (Escuela) Nava. Muchos de esos niños de carita risueña son hoy hombres cuya responsabilidad y falta de buenas piernas les impide venir a visitarme, pero cuando pasan cerca de mi voltean a verme estremecidos y yo veo brillar en sus rostros ajados un relámpago de juventud. Si tuviera labios les correspondería con la mejor de mis sonrisas.

Y qué atardeceres, Dios mío…

Las lanchas del río, en su turno ordinario, saludaban a gritos al lucero de la tarde y yo era el primero en verlas, con su penacho de humo, doblar allá por el Bajo de Gallinas, para pasar después junto a mí, presurosas, para ir a recogerse al calor de sus amarraderos. Cuando ya las estrellas brillaran en el cielo y en el río, me arrullaban las viejas canciones de Esteban Z. Robledo, o me mantenían en agradable vigilia las divertidas estridencias de Pepe Chena y los rumbosos bailes del Royalty y del Casino (Tuxpeño).

Qué buenos amigos han sido el San José, el San Fernando, el Palomar, el Cohetero y el Campanario. ¡Esos sí que son cerros! y ¡cómo nos hemos divertido juntos! Teníamos formado algo así como un equipo que en los días de norte nos entreteníamos arrojándonos bolas de viento a discreción.

El Palomar, no obstante que es el más chaparro de todos sabía cubrir muy bien su terreno.

Cuando no había norte, practicábamos con las brisa y cuando venía un ciclón, ahí era Troya. No me da la gana que los hombres tengan un deporte más emocionante que este, al que si fuese un snobista, le habría llamado “Norte-ball” o algo por el estilo. Pero con nombre o sin el, Tuxpan aplaudía agradecido nuestro original entretenimiento.

El Atalaya nunca quiso participar en nuestros juegos, siempre ha sido un poco apretado, porque es el único que mira hacia el mar. Ya de por sí se creía un Everrest y cuando le pusieron encima una especie de castillito y sintió subir y bajar por sus lomos muchas águilas y estrellas, se puso verdaderamente insoportable. Se creyó un Gibraltar. Desde entonces me volvió la espalda y si yo hubiese tenido boca, le habría enseñado la lengua cuando menos.

Recuerdo que una vez se me subieron encima muchos hombres, vestidos de una manera muy rara y con ellos subieron algunos cañones. Sentí miedo al principio, porque ignoraba sus intenciones, pero bien pronto lo cambié por el mejor de los júbilos, cuando les vi apuntar derechito al Atalaya. Eso si que iba a estar bueno. El que no aceptaba que le tirásemos una miserable bolita de viento, se iba a tener que tragar ahora unas cuantas de fierro. A cada estampido se me sacudían las entrañas, pero había que ver los puños de tierra que le arrancaban al presumido. Si hubiera tenido voz, habría gritado OLÉ!, a todo pulmón y a cada impacto. Cuando todo pasó, me arrepentí un poco de haberme alegrado tanto, al fin y al cabo los dos somos cerros y la naturaleza nos colocó juntos en la cara de Tuxpan, como vigías perpetuos. Pero no tenía brazos para darle un abrazo de reconciliación…

Yo vi nacer a Tuxpan. Quién iba a pensar que de aquellas casuchas de barro y zacate, esparcidas sin orden ni concierto, por el espacio cenagoso que circundábamos los cerros, iba a nacer el Tuxpan de hoy. Las cosas que podría yo contarle a D. Zózimo Pérez Castañeda.[1]

Conozco a mucha gente. Los he visto nacer y he seguido sus pasos, desde los primeros hasta los últimos. Conocí a un hombre que pasó cerca de mí, en hombros de una multitud que lo aclamaba. Lo perdí de vista mucho tiempo; pero hace poco volví a verlo, esta vez seguido de una multitud mil veces mayor que la primera vez. Hasta mí llegó su voz y los gritos de la masa poseída por un ardor pocas veces visto y se apoderó de mí una sensación extraña: me sentí orgulloso de mi sitio en pleno corazón de Tuxpan y mi satisfacción no tuvo límites cuando en mi cima subieron un gran cartel con el nombre de aquel hombre extraordinario. Yo fui la voz de mi pueblo querido.

No dejé de sentirme un poco nervioso. Era la primera vez que participaba en política. Los demás cerros me miraban con satisfacción y querían servir también como yo, a esa causa que había conmovido a Tuxpan. Solo el Atalaya permaneció impasible, vuelto de espaldas. Creo que andaba picando chueco.

Un día vinieron unos hombres, a quienes nunca había visto. Traían unos extraños aparatos, con los cuales me miraban, y me miraban por todos lados. Me sentí desnudo. Se subieron sobre mí y los oí hablar de terraplenes y de toneladas cúbicas y de cosas incomprensibles para mí. Uno de ellos habló de dinamita, pero otro le replicó desdeñoso: no vale la pena, es puro tepetate. No pude darme cuenta de lo que se trataba, pero sentí una indignación tremenda por el menosprecio, a tal grado que si hubiese tenido pies habría mandado al intruso de una sola patada, hasta Santiago de la Peña.

Pronto vinieron muchos hombres más con unas extrañas máquinas, que comenzaron a abrirse camino hacia mi cúpula. Los sentía correr sobre mi dorso con actividad inexplicable. Al principio tuve la esperanza de que por fin se habían decidido a construir sobre mí, un gallardo edificio. Idea que estuve acariciando durante muchos siglos. Qué rabia iba a pasar el Atalaya cuando me viera lucir una estructura más alta que la suya. Y todavía cuando me vi desprovisto de mi penacho verde, creía que era el primer paso para la realización de mi suelo dorado. Pero el tiempo pasa y cada vez me siento mas extraño… he dejado de ver a mis hermanos… El San Fernando, el San José, el Campanario, ¿Dónde han ido?

El Atalaya se ha erguido por encima de mí y los techos de las casas, que antes miraba por encima, casi puedo tocarlos… El río se desliza casi a mi lado y le veo en un trecho mucho mas largo.

Por fin he comprendido todo. He visto a varios hombres, de cabeza blanca, mis niños queridos, venir a llorar junto mí. Los hombres solo lloran cuando pierden algo, un afecto, una esperanza o una victoria… me estoy muriendo… me están tirando de espaldas a lo largo del río…

Si tuviera ojos, tal vez habría llorado. ¡Pero no!, el progreso de mi Tuxpan me pide este sacrificio y no es cosa de ponerme a llorar como una loma cualquiera. Voy a morir; pero moriré de pie, como todo un cerro…


***.-El autor agradece al Lic. Leonardo Zaleta Juárez – Cronista de Poza Rica- su amable colaboración para la nueva reseña de este artículo.



[1] El Dr. Zózimo Pérez es el autor junto con el Profesor Angel Saqui del Angel de la Monografía de Tuxpan de 1955. Ambos fallecidos.

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